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(Victoria Iglesias, El asombrario).-
No tengo mucho mérito; sólo soy recolectora de imágenes. Esta es de hace unos años, de una de las personas que pasa, o pasaba, la noche a los pies de San Antón, y no sólo en Navidad. Se llama Germán y a veces lo busco entre ellas si alguna vez cruzo Chueca.
Allí el padre Ángel es recolector. No le vi la semana pasada cuando visité, de nuevo, la iglesia; sin embargo, el lugar estaba de banco a banco abarrotado de gente con maletas y bolsas, por aquí y por allá, esperando a que se repartiera el bocadillo, o simplemente observando al fondo hacia el altar sin mirar.
Los cantos gregorianos sonaban más bajitos que en otras ocasiones, tal vez porque se escuchaba más el crujido del suelo muy transitado. Las mesas camillas incluso se habían quedado sin espacio, como apartadas entre esa luz de led que inunda hasta las esquinas; aunque al parecer rebota en los cortinones granates, porque aún perduran esos tintes de calor que recogen el olor de toda esa humanidad recolectada.
Hay personas que son recolectoras por instinto. Mi madre es recolectora de personas. Y por esa costumbre suya, hace muchos años vi sentada en nuestra mesa de la cocina a Coté (José), y no era Navidad. Lo recuerdo todo lo negro que podía llegar a ser, siendo de raza blanca, con aquella dentadura masticando a la vez todo el hambre voraz que podía abarcar después de llevar meses de vida de calle y colchoneta. Mi madre había recibido una carta del pueblo: “Que se ha ido por donde vosotros creo, con los chinos o algo así”, le habían dicho a la señora que ahora escribía con letra irregular y renglones torcidos. Y mis padres supieron enseguida que se trataba de uno de los barrios altos más degradados de Bilbao, el Barrio Chino.
Así que me recuerdo un día reducida a mirar por la ventanilla del Seat 850 aquel mundo de sombras para mí entonces asombrosas, mientras mi padre bajaba la marcha, al entrar en La Palanca por el barrio de Las Cortes, mientras mi madre desde su ventanilla buscaba a Coté. No sé de qué manera finalmente dieron con él. Pero estaba allí en la mesa comiendo, un poco sucio y despeinado su pelo recio también muy negro, mientras mi hermana y yo observábamos esa amplia sonrisa de dientes amarillos desbordándose por la comisura de su boca. Y aunque Coté sólo volvió un par de veces más, antes de volar, sí hubo otros en otras ocasiones, hubo muchos Cotés y muchas Marías. El instinto recolector es todo esto y una necesidad que no se verbaliza. Acostumbran los recolectores, como el padre Ángel o como mi madre, a hacer las cosas sin querer porque simplemente recoger es algo natural. Acostumbran al pastoreo, a agrupar y sobre todo a dejar marchar, y así aplican la misma naturalidad al decir hola o al decir hasta luego.
Germán, Luis, Marisol, Miguel Ángel… estaban una Navidad en la iglesia de San Antón tan intensamente que pensé que aún con el paso de los años iban a estar ahí agarrados a las historias que les mantenían unidos a aquel lugar y que un día me contaron. Pero sólo el recolector entiende su verdad. Por eso nunca dice adiós, del todo. Porque sabe que muchas se van, pero otras siempre vuelven.
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